Al final de la Segunda Guerra Mundial se conoció el punto al que era capaz de llegar la falta de amor entre los hombres. No sólo quedaron desveladas las crueldades hacia varios grupos humanos concretos sino también muchas otras injusticias cometidas en contra de los más desprotegidos a la sombra de la impunidad y el silencio de varios siglos. Los niños estaban entre ellos.
La ONU nació en 1945 como un organismo supranacional capaz de prevenir guerras y actuar como conciliador allí donde hubiese rencillas. Pero no sólo. Su campo de acción se vio coronado cuando en 1948 se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hecho del todo bueno y positivo.
Si bien en esa Declaración los niños también estaban contemplados, hemos de ir más atrás en la línea del tiempo para hallar la raíz de los intentos de concretar una legislación que les protegiese.
Ante los continuos abusos (sexual, laboral, violencia doméstica, abandono, falta de educación, etc.) la Declaración de Ginebra buscó, en 1924, que la niñez fuese objeto de medidas especiales de protección para su normal desarrollo. En 1953 se creó la UNICEF, organismo dependiente de la ONU cuyo fin era ayudar a los niños y defender sus derechos (ahora habría que puntualizar algunos de sus programas actuales pues van en contra de aquel que pretendían defender o buscan fines buenos a través de medios dudosos). Por fin, en 1959, una inmensa mayoría de los países firmaron la Declaración de los Derechos del Niño.
Con la Declaración de los Derechos del Niño no se hacía una concesión generosa a los menores de 18 años a modo de invento democrático. Se vindicaba y defendía la dignidad que siempre habían poseído pero que hasta ese entonces no estaba legislada. Sin embargo, años más tarde, algunos grupúsculos vieron la oportunidad de cogerse de este tema para potenciar sus ideologías. Es así que en 1979, Año Internacional del Niño, se inicia la redacción de la «Convención de los Derechos del Niño», documento que será aprobado en 1989 por la ONU.
¿Qué se buscaba con él? Esencialmente, destruir a la familia. ¿Cómo? Desmantelando los derechos y responsabilidades de los padres sobre sus hijos y sacrificando el bienestar de los infantes arrancándolos de la familia para entregarlos al Estado.
Liderando la consecución de este objetivo estaban algunos grupos de feministas radicales que pretendieron que los niños ejercieran sus «derechos» para que la mujer pudiera librarse de la maternidad. Así, disfrazados de «progresos», se impusieron algunos nuevos puntos que difícilmente estaban a favor de los niños: se privilegiaba, por ejemplo, el inmiscuirse del Estado en el ámbito privado de la familia en una prerrogativa tan fundamental de los padres como el educar a sus hijos. Es decir, se cambió el legítimo interés por el bienestar del niño por una falsa y peligrosa visión de un niño autónomo con los mismos «falsos derechos» que se proponían para los adultos, amenaza real para la autoridad de los padres y la integridad de la familia. Todo esto bien se puede resumir en un antagonismo artificial a modo de rivalidad entre los derechos de padres y los de los hijos.
¿Y es que no es así? No. Los derechos de los padres sobre sus hijos les enriquecen, no les coartan. Y viceversa respecto a los derechos de los niños. El hacer aparecer una porfía entre ambos no es justo. Primeramente porque no son contrarios sino complementarios y, en segundo lugar, porque también implican obligaciones o, lo que es lo mismo, responsabilidades.
El niño tiene derecho a expresarse libremente así como su padre tiene el deber de educarlo según su edad para que esa expresión esté apegada a la verdad así como evitarle todo aquello que le puede ser objeto de perjuicio.
El niño tiene derecho a la libertad de conciencia así como el padre a educarle en que esa conciencia sea buena y no la que el Estado quiera hacerle aparecer como tal.
El niño tiene el derecho a asociarse libremente así como el padre a ayudarle a discernir y evitar que sus «socios» sean unos pandilleros.
El niño tiene el derecho a ser guiado y el padre la responsabilidad y derecho de guiarlo obligatoriamente bien.
Los niños dependen y necesitan ser cuidados; los padres necesitan cuidar y ayudar a caminar hacia la sana independencia a los niños que un día dejarán de serlo. Y es que la familia es la primera escuela de la vida. El derecho y el deber tanto de un padre como de un niño es la consecuencia natural de su estado y sus relaciones mutuas.
Derechos y obligaciones, de unos y otros, van de la mano, no son enemigos. El Estado tiene el deber de proteger esos vínculos y fortalecerlos así como los ciudadanos defenderlos, promoverlos y vivirlos. Ciertamente, todo lo anterior, se comprende mejor a la luz del amor que debe reinar en la convivencia entre padres e hijos y desde la perspectiva de los intereses mezquinos de grupos de poder.
Cuidar de la familia es como cuidar de la propia salud
Seguro que estamos de acuerdo en que la familia tiene una intrínseca dimensión social y que las personas que contraen matrimonio necesitan el reconocimiento y la protección de la sociedad, ya que la familia es la primera y más básica expresión de las relaciones humanas, germen de cualquier sociedad digna de calificarse como humana.La familia es donde todo hombre establece su primera relación con el mundo y los demás. En la familia es alimentado, vestido, cuidado. Mundo y familia se identifican en el niño y si la familia le ofrece amor y atenciones, considerará el mundo un lugar positivo y acogedor; adoptará ante ese mundo una actitud abierta y constructiva que beneficiará a toda la comunidad.
Las relaciones humanas más esenciales se establecen y desarrollan en la familia, que es claramente el centro afectivo de la persona: el amor de pareja, la paternidad, la maternidad, la filiación y la fraternidad. De ahí que la indisolubilidad, la unidad y la fecundidad matrimoniales, se han de poder ver como bienes para la familia y para toda la sociedad.
En la familia, por su propia naturaleza, se produce el desarrollo personal en un marco de responsabilidad y solidaridad, pues las relaciones familiares son, luchamos todos porque sean, esencialmente relaciones de amor. Por eso es fuente de humanización y mejora. Reconozcamos que la civilización del amor, de los valores y virtudes empieza en la familia. Es nuestra primera «ciudadanía».
Por otra parte, las responsabilidades familiares —necesidad de sacar una familia adelante— y la fecundidad, aportan motivación añadida al trabajo profesional y riqueza al tejido socio-económico de un país.
Además, y es más básico de lo que nos puede parecer a primera vista, la familia nos arraiga en una dimensión territorial y cultural, muy importantes para el desarrollo individual y colectivo.
Así pues, parece evidentísimo que los gobernantes, sean sus responsabilidades estatales, autonómicas o locales, han de poner especial atención en el cuidado de las familias, la forma de organización humana más nuclear e imprescindible que tenemos.
Serán medios adecuados, potenciar las políticas sanitarias y asistenciales que consideren especialmente a los niños y ancianos, promover medidas que garanticen la educación de los hijos conforme a los principios morales de los padres, regular actuaciones que protejan a la infancia en medios de comunicación, en publicidad y consumo, etcétera.
O sea, facilitar un equilibrado desarrollo según unas justas necesidades. En algunos países europeos ya hace años que han mejorado muchísimo en esta sensibilidad, porque saben que, en el fondo, es como cuidar de la propia salud.
Mamá, ¿por qué eres tan importante?
Nuestra unión con ella se remonta a los primeros estadios de la vida. Ya en su seno tenemos gestos de agrado o desagrado a los sabores que nos llegan de su cuerpo. Nos tranquilizamos o inquietamos a su compás. Y no sonreímos hasta que, una vez nacidos, vemos su rostro mirándonos con cariño. Esta es nuestra primera respuesta al reconocimiento personal, aunque no lo sepamos entonces. Y con esa mirada de afirmación, es como despertamos a la vida consciente, la biográfica, escrita por cada uno en base a sus experiencias y a la relación con los demás.Este vínculo afectivo materno-filial tiene una raíz biológica y personal tan profunda que condiciona nuestro modo de sentir e incluso la toma de decisiones. Así lo detalla el editor de neurociencia y sicología Ferris Jabr en su artículo publicado en Mente y Cerebro. En él recopila varios estudios que avalan el poder que ejerce esta unión a la madre incluso en personas adultas: «Cuanta mayor seguridad tenemos en nuestro vínculo con mamá, más proclives somos a ensayar cosas nuevas y a asumir riesgos, efecto que perdura hasta la edad adulta. La mera evocación de una caricia de la madre o su voz por teléfono bastan para cambiar el estado de ánimo y las opiniones de los hijos».
En esta dirección se dirige el estudio del profesor de economía en la Universidad de Columbia, Jonathan Levav. El resultado, publicado en línea en Psychological Science, parte de un grupo de estudiantes de economía que debía elegir entre apostar sobre seguro, como en bonos de rentabilidad garantizada, o bien escoger una participación en acciones con retribución variable. En la mitad de los casos, los experimentadores dieron a los participantes una palmadita en el hombro de un segundo de duración al tiempo que les proporcionaban verbalmente instrucciones para la prueba. Los estudiantes de uno y otro sexo tocados por una experimentadora eligieron con mucha mayor frecuencia la opción más arriesgada, en comparación con aquellos alentados por un hombre o quienes no contaron con tal aliento en absoluto. El contacto alentador de una mujer pudo evocar asociaciones afectivas muy tempranas, inspirando la misma disposición por explorar que la que se observa en los niños pequeños cuyas madres son afectuosas, según explica Jonathan Levav.
Para confirmar que el contacto femenino vincula sentimientos de seguridad con la adopción de riesgos, se pidió a un grupo distinto de estudiantes que efectuasen decisiones financieras después de realizar un ejercicio escrito. La mitad de los participantes debía redactar experiencias en las que se sintieron seguros y respaldados, mientras que la otra mitad de los participantes debía escribir sobre momentos de soledad e indecisión. La evocación de sentimientos de inseguridad tornó a los estudiantes del segundo grupo receptivos a los toquecitos alentadores de las experimentadoras y les dispuso mucho más a asumir un riesgo, al igual que un niño que participa en una excursión escolar puede buscar el abrazo tranquilizador de su madre antes de subir al autobús.
«Se trata de un fenómeno con carácter muy fundamental», afirma Levav. «En el fondo, se reduce a que nuestra madre fue la primera en abrazarnos», concluye.
Sin embargo, no es el contacto físico la única fuente de consuelo materno.
En un estudio publicado también en línea en Proceedings of the Royal Society, investigadoras de la Universidad de Wisconsin-Madison estresaron a un grupo de niñas de siete a doce años: les exigieron que realizasen ejercicios de matemáticas y que hablasen en público. Después, algunas niñas se reunieron con su madre; otras sólo pudieron hablar con ella por teléfono. Las últimas liberaron las mismas dosis de oxitocina, (la hormona de la confianza) que induce vínculos sociales, que aquellas abrazadas por mamá. Ambos grupos presentaban similares niveles bajos de cortisol (hormona del estrés), lo que podría explicar por qué tantas personas, sean jóvenes o adultas, llaman a su madre cuando se sienten tristes.
Familia y Escuela
Cada ser humano tiene su lugar de nacimiento personal, donde sus raíces arraigaron o donde quedaron al aire, sin humedad y sin jugo. Arraigo o desarraigo, confianza fundamental en la vida o distancia resentida frente a ella, ¿quién nos los da? ¿De qué somos al final hijos: de la calle, de la escuela, de la familia? ¿De la compañía que suscita y sostiene la libertad o del aislamiento y abandono que nos dejan desvalidos ante el futuro?La infancia y adolescencia del hombre se forjan entre esos tres ámbitos de realidad y de sentido: familia, calle y escuela. El rostro personal de la madre y el maestro otorgaban antes las fibras primarias del tejido de la vida, en el que se insertaban otras secundarias, hoy la situación se ha invertido. Es la calle la que arrastra orientación y determina convicción. A la situación de la familia y de la calle debemos mirar a la hora de comprender el logro o fracaso escolar. La escuela era antes factor configurador; hoy, en cambio, es factor derivado. ¿Tiene fuerza en el orden psicológico para ser creadora de actitudes personales y personalizadoras?
Ya no es posible recluirse en los contextos naturales de origen, familia, religión, raza, despreciando lo que la historia, cultura y racionalidad han conquistado como saberes, derechos y responsabilidades. Ni el capitalismo ni el socialismo, ni el cristianismo ni el islam pueden pretender ser forjadores de identidades cerradas. La abertura a la alteridad, el ensanchamiento a la historia y el diálogo como búsqueda cooperativa de la verdad son los caminos de lo humano y de lo divino. Tenemos que conjugar identidad propia y universalidad ciudadana, verdad y libertad, afirmación del individuo y solidaridad humana.
Si la familia es la matriz primera de la identidad, la escuela es la puerta que abre hacia la verdad histórica del hombre y hacia la personalidad compleja. Sin arraigo primigenio no hay capacidad de vuelo hacia las alturas y distancias; pero sin vuelo hacia otros mundos, el mundo propio se convierte en una cárcel. Occidente inclina hoy a fiarlo todo a la escuela, como lugar de la razón pública y social, mientras que el islam parece inclinar a fiarlo a la familia.
La relación entre familia y escuela ha sido alterada y de su distonía derivan muchos problemas escolares. ¿Qué ha variado en la estructuración de la familia en los últimos años? Ha cambiado casi todo, comenzando por el contexto rural en el que se forjó. Hemos pasado de una situación local, estática, a una movilidad y dinamismo permanentes. Ha variado el orden de autoridad y las primacías de decisión, pasando a la igualdad jurídica y moral entre padre y madre. A la familia ancha y compleja, construida por abuelos, tíos, primos, que otorgaba a sus miembros conciencia de variedad, complejidad, apoyo y confianza ha sucedido otra, recortada y mínima, con sola madre o solo padre; en muchos casos dos hijos, en otros uno solo. Antes educaban los hermanos en compañía y choque, en reciprocidad y sostén. La variedad de hijos llevaba consigo el recorte y el soporte entre ellos, el despego psicológico, sin que los padres los miraran como espejo de autocontemplación narcisista (la llamada «religión de los hijos»). Han variado las condiciones de trabajo y de vivienda. De ahí resulta también otro hecho que comienza a alterar los tejidos interiores de los hijos sobre todo en los niveles profesionales medios y altos: muchos hijos sólo ven a sus padres de nueve de la noche a nueve de la mañana. El resto del día quedan entregados a cuidadoras procedentes de otras culturas e incluso de otra lengua, o trasferidos a esas zonas de espera impaciente, en que se convierten las guarderías, donde los educadores sustituyen a los brazos maternales, que con su ternura aportan la confianza fundamental, necesaria para existir sin difidencia en el mundo.
A la uniformidad cultural de antaño, está sucediendo la diversidad cultural, racial y religiosa; con mutaciones que no provienen sólo de hechos externos sino de convicciones internas. ¿Cómo se vive la vida naciente y cómo se acoge tanto a las madres gestantes como a los hijos que traen a este mundo? El drama supremo de Europa es el rechazo de la vida en un sentido y su apropiación en otro. Este giro de conciencia es el que debemos analizar, preguntándonos si él es garantía de mayor fecundidad y valor moral o si no está amenazando en la propia raíz a nuestra dignidad y con ella nuestro futuro. Cuando se comprende la vida como don de Dios, se la acoge con agradecimiento, se la valora infinitamente y se favorece su perduración ulterior. Los venideros tienen derechos que no podemos cercenar. La vida humana surge y crece con unas condiciones objetivas materiales y esponsales, que no podemos alterar a nuestro gusto. Están en juego las futuras personas.
La escuela sola no tiene capacidad para superar esos retos. Hay que repensar la estructura interna de la familia, para integrar las nuevas y admirables conquistas de trabajo y profesión de ambos esposos en un marco, que no convierta a uno de ellos en víctima. Hay que rehacer la valoración de la madre y de la familia con protección legal, apoyo económico y defensa moral frente a la trivialización maligna que ahora está padeciendo. Hay que proveer a unas actitudes, instancias e instituciones de prevención y no sólo de curación. Es desproporcionada la relación entre presupuestos y medios otorgados a superar el sida, la droga o la violencia en la familia, y los otorgados a prevenir esas lacras. No se puede trivializar la educación sexual ni banalizar el amor hasta el límite de su degradación personal en las relaciones entre la juventud, dejándolo todo al remedio de utilización de preservativos o la píldora del día siguiente. ¿Es posible una educación mínimamente humana, digna y con capacidad de futuro, si en privado y en público no se orienta con ideales y criterios ni se robustecen las actitudes personales y las capacidades morales con una palabra tan relegada como necesaria: las virtudes?
Hay que reordenar la familia en clave personal y reorganizarla en clave social, jurídica y fiscal, de manera que pueda asumir su papel educativo. Hay que fijar la tarea de formación y de extensión propia de la escuela. La colaboración crítica entre ambas logrará hacer ciudadanos, hombres, hermanos. Nos alumbrará la capacidad para la diversidad y comprensión del que viene de lejos. La recepción de inmigrantes en Europa no debe ejercitarse desde el recelo. El que está y el que viene, ambos tienen una palabra que decir. «Oh alma mía, estate preparada para la venida del Forastero/ estate preparada para aquel que hace preguntas» (T.S. Eliot). La policía no es la primera llamada a superar los problemas de convivencia entre culturas y continentes sino la vigilancia del espíritu, la actitud fraterna, el conocimiento del prójimo en su historia, cultura y religión. De su casa a nuestra escuela debe ir un camino de acogimiento, no de rechazo y desprecio humilladores, que siembran la simiente del resentimiento y de la venganza.
Familia como hogar, escuela y taller; reconstruida desde dentro de ella misma y apoyada por las instancias sociales para que pueda cumplir su misión. La escuela no la puede suplir. Escuelas como familias; familias como escuelas. Escribo estas líneas cuando Juan Pablo II canoniza a José Manyanet, fundador de los Hijos de la Sagrada Familia y las Misioneras de Nazaret. Él fue quien estuvo en el origen de «La Sagrada Familia», ese milagro de genio, de santo y de pobre que levantó Gaudí, con sus torres como llamas de luz para los hombres y de alabanza para Dios.
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